viernes, 24 de febrero de 2012

Retiro de Cristo en el desierto y tentaciones

Después del bautismo, Jesús, «empujado» por el Espíritu (cf. Mt 4,1), se retiró al desierto durante cuarenta días.

El lugar. El desierto es, ante todo, lugar de silencio y de soledad, que nos permite alejarnos de las ocupaciones cotidianas para encontrarnos con Dios. Por eso, Oseas lo presenta como un espacio donde surge el amor: «La llevaré al desierto y le hablaré al corazón» (Os 2,16). Para Israel es un lugar rico de evocaciones, que hace presente toda su historia: Abrahán y los patriarcas fueron pastores trashumantes por el desierto. Moisés se preparó en el desierto para su misión y regresó para realizarla. Allí se manifestó el poder y la misericordia de Dios, así como la tentación y el pecado del pueblo. No podemos olvidar las connotaciones que el desierto ha adquirido en nuestra cultura como imagen del sufrimiento físico y moral. Hoy se usa la imagen del desierto para hablar de la pobreza, del hambre, del abandono, de la soledad, del amor quebrantado. A todas esas realidades ha descendido Jesús. Allí se hace presente.


El tiempo. El retiro de Jesús en el desierto duró 40 días. ¿Tiene algún significado ese periodo de tiempo? Debemos recordar que la Biblia hace un uso abundante del simbolismo de los números, que los antiguos lectores entendían bien, aunque en nuestros días pueda parecer extraño. El número 40, que aparece aquí, lo podemos encontrar en más de cien textos, pero pocas veces con un significado matemático.


Recordemos que, en la antigüedad, morían muchos niños y los adultos vivían unos 40 años. Los que superaban esa edad eran una minoría. Por eso, 40 años era el símbolo de una generación, de una vida, de un tiempo suficientemente largo para realizar algo importante. Moisés, por ejemplo, murió a los 120 años (Dt 34,7). San Esteban divide su vida en tres etapas de 40 cada una: el tiempo que pasó en Egipto, adorando a los dioses falsos, el tiempo que pasó en el desierto, purificándose, y el tiempo que vivió al servicio de Dios y de su pueblo (Hch 7,20-40). Es como si hubiera vivido tres «vidas». Isaac se casó a los 40 años (Gen 25,20) y también Esaú (Gen 26,34). Israel caminó por el desierto durante 40 años, guiado por Moisés (Dt 29,4). David reinó 40 años (1Re 2,11). Y Job, después de sus desgracias, vivió 40 años de bendición (Job 42,16).


Igual que 40 años significan una vida, 40 días significan un tiempo suficientemente largo para que se realice algo importante. Así, el diluvio duró «40 días y 40 noches» (Gen 7,12). Moisés pasó 40 días en oración antes de recibir las tablas de la Ley (Ex 24,18). 40 días tardaron sus enviados en explorar la Tierra Prometida (Num 13,25). Elías anduvo 40 días antes de encontrarse con Dios (1Re 19,8). Jonás anunció la destrucción de Nínive a los 40 días (Jon 3,4). Jesús fue presentado en el templo a los 40 días de su nacimiento (Lc 2,22), como mandaba la Ley (Lev 12). Después del bautismo, pasó 40 días en ayuno y oración (Mt 4,2) y, después de la resurrección, se apareció también durante 40 días (Hch 1,3). Así pues, los 40 días de Jesús en el desierto significan el tiempo necesario para prepararse a su misión.


Las tentaciones. El mismo Espíritu que consagró a Jesús, «lo empujó al desierto, para que fuera tentado por el diablo» (Mt 4,1). Si el evangelista afirma que Jesús fue al desierto empujado por el Espíritu, quiere decir que estamos ante un acontecimiento que tiene que ver con su misión; es decir, con nuestra salvación. Así se manifiesta el significado último de la kénosis, del vaciamiento de Cristo, que «se despojó de la forma de Dios y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos» (Flp 2,6-7). Cristo sufrió las tentaciones para que se cumpliera lo que dice la carta a los Hebreos: «Ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado» (Heb 4,15). Por eso puede comprendernos y tener compasión de nosotros.


En último término, las tentaciones de Jesús coinciden con las de cada hombre, desde el principio: usar de Dios en provecho propio, pedirle pruebas, no fiarse de Él, usar del poder de este mundo para imponer los propios criterios, decidir por sí mismo, independientemente de lo que Dios disponga… Adán en el paraíso sucumbió, desobedeciendo a Dios. Lo mismo le sucedió a Israel en el desierto. Cristo venció sometiéndose al Padre. Y su victoria es ya nuestra victoria. San Pablo lo explica con el paralelismo entre el primer y el definitivo Adán: Si la culpa del primero afectó a todos sus descendientes, ¡cuánto más la victoria del segundo! (cf. Rom 5,17).


Adán, por su desobediencia, fue expulsado del Paraíso al desierto. Jesucristo, con su obediencia, nos abrió el camino del desierto al Paraíso. Lo subraya san Marcos, cuando dice que, después de vencer las tentaciones, Jesús «estaba entre fieras salvajes, y los ángeles le servían» (Mc 1,13). Así se cumple lo que anunció el profeta para los tiempos del Mesías: «Habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito» (Is 11,6). Con la victoria sobre el pecado, se restablece la armonía del Paraíso, en la que todos estamos invitados a participar. Al respecto, san Agustín afirma que todos estamos llamados a compartir la victoria de nuestra cabeza: «En Cristo estabas siendo tentado tú, porque Cristo tenía de ti la carne, y de Él procedía para ti la salvación […] de ti para Él la tentación, y de Él para ti la victoria. Si hemos sido tentados en Él, también en Él vencemos al diablo».


Notemos que el demonio propone sus tentaciones con citas de la Escritura sacadas de su contexto. También en nuestros días se puede usar la Biblia para hacerla decir lo contrario de lo que dice. No son pocas las personas que la traicionan de este modo. Se consideran modernas, porque la privan del contexto interpretativo en el que encuentra su sentido (que es la comunidad creyente, la Iglesia) y la convierten en piedra de escándalo y de tropiezo para los que tienen una fe sencilla. Jesús respondió con una interpretación «tradicional» de la Escritura, viendo en ella la manifestación de la voluntad de Dios, que Él está dispuesto a obedecer hasta el final, sin ponerlo a la prueba. Este es un aspecto que en nuestros días adquiere una especial importancia.


La obediencia del siervo. Al tener lugar después del bautismo, en el que Jesús fue ungido mesías, las tentaciones iluminan la manera concreta de entender su mesianismo y su disposición a obedecer al proyecto de Dios sobre Él. Satanás le presenta otros modelos distintos del que ha recibido de Dios, tal como se ha manifestado en el bautismo. Dios le pide el servicio humilde y la obediencia hasta la muerte. El demonio le ofrece el triunfo, el poder y la gloria humana; Satanás le propuso seguir el camino del éxito. Le sugiere que un mesías triunfante encontraría acogida en la gente, que fácilmente se dejaría guiar por Él. Todo lo contrario de lo que Dios espera de su siervo. Es la misma tentación que se presentará en otros momentos de su vida (Lc 4,13), principalmente en la cruz (Mt 27,40-43).


Pero Jesús la supera no usando a Dios para su provecho, sino sometiéndose a los planes de Dios. Se abandona confiadamente en las manos del Padre; a pesar de que el papel del siervo sufriente no sea claro y parezca condenado al fracaso: «Aprendió sufriendo a obedecer» (Heb 5,7-8). Cuando Jesús dice que «no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4), está afirmando la absoluta prioridad de la voluntad de Dios (manifestada en su palabra, en la Escritura) sobre sus propias necesidades o proyectos (incluida la satisfacción de las necesidades primordiales). Un salmo lo había expresado así: «Tu gracia vale más que la vida» (Sal 62 [63],4). Jesús lo confirmó con sus elecciones. Y yo, ¿estoy convencido, como Él, de la absoluta prioridad de Dios en mi vida cotidiana? Él se abandonó en las manos del Padre, aceptando ser su siervo. Por eso, varias veces dirá que no ha venido a hacer su propia voluntad, sino la del Padre, que lo ha enviado. Así «nos dejó un ejemplo, para que sigamos sus huellas» (1Pe 2,21).


Así expone el Catecismo el significado de las tentaciones y de sus consecuencias para nosotros: «Satanás le tienta tres veces tratando de poner a prueba su actitud filial hacia Dios. Jesús rechaza estos ataques que recapitulan las tentaciones de Adán en el Paraíso y las de Israel en el desierto […] Jesús es el nuevo Adán que permaneció fiel allí donde el primero sucumbió a la tentación. Jesús cumplió perfectamente la vocación de Israel: al contrario de los que anteriormente provocaron a Dios durante cuarenta años por el desierto, Cristo se revela como el siervo de Dios totalmente obediente a la voluntad divina […] Cristo ha vencido al Tentador en beneficio nuestro: “Pues no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado” (Heb 4,15)». nn. 538-540.


Ahí va la música de un clásico para este día: No podemos caminar con hambre bajo el sol... Por el desierto el pueblo va...
http://www.youtube.com/watch?v=xWRgQFc9mI4&feature=related

P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.

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