sábado, 30 de abril de 2011

TIEMPO PASCUAL

La octava de Pascua y el tiempo pascual

La octava surgió como consecuencia de la práctica bautismal. Igual que en Cuaresma los catecúmenos eran introducidos en los contenidos de la fe con catequesis adecuadas, durante los ocho días que seguían al bautismo, los neófitos recibían la mistagogía o explicación de los misterios. Hasta entonces no se les comunicaban los contenidos de la Eucaristía. Lo justificaban con las palabras del Señor: «No deis lo santo a los perros ni echéis perlas a los puercos» (Mt 7,6). La beata Egeria testimonia su extensión universal a finales del s. IV: «Las fiestas pascuales son celebradas en la tarde, como entre nosotros, y durante los ocho días pascuales se hacen los divinos oficios por su orden, como se hacen en todas partes» (Itinerario 39,1).

En Roma, los recién bautizados participaban durante toda la octava en la Eucaristía revestidos con las túnicas blancas que habían recibido en la vigilia pascual. Al concluirla, las depositaban sobre la tumba de san Pancracio, en el Gianicolo. De ahí tomaron el nombre el sábado y el domingo In albis. La costumbre se ha mantenido hasta el presente. En el día octavo, también los bautizados el año anterior renovaban sus promesas bautismales en la llamada Pascha annotinum, como conmemoración del propio bautismo.

La cincuentena. Durante los primeros siglos del cristianismo, al mismo tiempo que se fue configurando un tiempo de preparación para la Pascua (la Cuaresma), surgió una prolongación de la misma en un periodo de alegría que duraba 50 días y fue llamado Pentekosté, ya testimoniado por algunos textos del s. II, que prohíben arrodillarse en esos días, así como por Tertuliano († c. 220) y Orígenes († 254). El término fue tomado de la Biblia griega (Tob 2,1; 2Mac 12,32), que lo usaba para traducir la fiesta de la siega (Ex 23,16) o de las semanas (una semana de semanas más un día festivo 7×7+1=50, tal como la explica Lv 23,15-16). En Canaán, los Ázimos suponían el inicio de la cosecha de los cereales, que concluía en Pentecostés. Los israelitas historizaron ambas fiestas, convirtiendo la del inicio de la siega en celebración de la salida de Egipto y la del final de la siega en celebración del don de la Ley, ocasión para ratificar anualmente la alianza del Sinaí.

En origen, Pentecostés no era una fiesta de un día, sino el conjunto de cincuenta días de fiesta en honor de la resurrección, pero pronto adquirirán especial importancia la primera semana (con catequesis mistagógicas para los neófitos, como ya hemos dicho), el día final (que terminó convirtiéndose en día bautismal, precedido por un ayuno de preparación y prolongado con una octava) y el cuarantésimo día (fiesta de la Ascensión, que ya san Agustín testimonia como observada por todo el mundo cristiano). Como sucedió con la Cuaresma, con el paso de los siglos se desfiguró el tiempo pascual, especialmente por la introducción de las rogativas (procesiones penitenciales) el día de san Marcos (25 de abril, llamada litania maior) y los tres días precedentes a la Ascensión (litaniae minores), así como por la prolongación de los cincuenta días con una octava de Pentecostés, a la que se terminaron mezclando las témporas de verano. La reforma postconciliar ha intentado recuperar su unidad interna.

Actualidad. El día de Pascua se prolonga festivamente durante una octava, con peculiaridades litúrgicas propias (canto diario del gloria, se repiten los mismos salmos en laudes y vísperas, etc.) y prosigue durante toda la cincuentena pascual. La primera lectura de todos los domingos está tomada de los Hechos de los Apóstoles y presenta el nacimiento de la Iglesia y la vida de los primeros cristianos. Casi todos los evangelios dominicales están tomados del evangelio según san Juan. El séptimo domingo de Pascua se celebra la Ascensión y el octavo Pentecostés, especialmente consagrado al don del Espíritu Santo, que Cristo sigue enviando desde el Padre. Los himnos de este tiempo son de especial belleza. Os propongo uno de ellos para la meditación:

¡Alegría!, ¡Alegría!, ¡Alegría!

La muerte, en huida,

ya va malherida.

Los sepulcros se quedan desiertos.

Decid a los muertos:

"¡Renace la Vida,

y la muerte ya va de vencida!"

Quien le lloró muerto

lo encontró en el huerto,

hortelano de rosas y olivos.

Decid a los vivos:

"¡Viole jardinero

quien le viera colgar del madero!"

Las puertas selladas

hoy son derribadas.

En el cielo se canta victoria.

Gritadle a la gloria

que hoy son asaltadas

por el hombre sus "muchas moradas"


P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.

martes, 19 de abril de 2011

DOMINGO DE RESURRECCIÓN

Historia. Los judíos terminaban su cena pascual a media noche. Quizás para diferenciarse de ellos, los primeros cristianos la iniciaban entonces y la prolongaban hasta el amanecer. La Didascalía de los apóstoles describe cuatro momentos: el ayuno previo, una gran liturgia de la Palabra, la celebración eucarística y un banquete: «Ayunad los días de Pascua, a partir del día décimo […] Pasad toda la noche en vela, rezando y orando, leyendo los profetas, el evangelio y los salmos […] ofreced después vuestro sacrificio. Alegraos entonces y comed». Pronto se añadieron los ritos bautismales, que llegaron a ser su característica más distintiva. En la vigilia pascual, el bautizando se desnudaba y se introducía en el agua, donde era sumergido tres veces (símbolo de la participación en la muerte y resurrección de Cristo). Al salir era revestido de blanco, se le daba a beber un vaso de leche con miel y recibía una vela encendida, con la que se encaminaba al altar.

Cuando desaparecieron los bautismos de adultos, la vigilia se fue adelantando, hasta trasladarse a la mañana del sábado (que era llamado Sábado de Gloria). La reforma litúrgica del s. XX comenzó con la reinstauración de la vigilia pascual nocturna en 1951. Es decir, por el corazón y el núcleo inicial del año litúrgico. Hoy consta de cuatro partes: la liturgia de la luz (con la bendición del fuego y del cirio, del que se encienden la velas de los fieles, y el canto del exultet), la liturgia de la Palabra (que recorre las principales etapas de la historia de la salvación: creación, sacrificio de Abrahán, paso del Mar Rojo, promesas de los profetas, resurrección de Cristo y bautismo de los cristianos), la liturgia bautismal (con la bendición del agua, renovación de las promesas bautismales de todos los presentes y bautismo de los candidatos) y la liturgia eucarística (comunión con Cristo resucitado, que actualiza su sacrificio pascual).

¿Qué quiere decir resucitar de entre los muertos? Se lo preguntaron los discípulos después del primer anuncio de la muerte y resurrección (cf. Mc 9,10) y nos lo seguimos preguntando hoy. Ciertamente, la resurrección es el misterio central de la fe cristiana, fundamento de la fe y de la esperanza cristiana, que ha cambiado para siempre el curso de la historia. Si la historia de Cristo parecía fracasar con su muerte, adquirió un sentido nuevo a partir de su resurrección. La resurrección hizo que los discípulos repensaran toda la historia de Jesús, interpretándola a la luz del Antiguo Testamento, al que dio cumplimiento pleno. San Pablo llega a decir que, «si Cristo no ha resucitado, nuestra fe no tiene sentido» (1Cor 15,17). Pero, ¿qué significa realmente que Cristo ha resucitado?

Hasta el s. XX, la resurrección de Jesús fue interpretada de distintas maneras, pero ningún cristiano puso en duda su historicidad. Bultmann se propuso desmitologizar la Biblia. A partir de él, muchos autores del s. XX intentaron dar nuevas interpretaciones de la resurrección, reduciéndola a una experiencia psicológica, explicándola como la continuación en la historia de la memoria o de la causa de Jesús, lo que termina por vaciarla de contenido. Benedicto XVI lo ha denunciado, exponiendo las últimas consecuencias de estas teorías: «No faltan quienes de formas diversas la ponen en duda o incluso la niegan. El debilitamiento de la fe en la resurrección de Jesús debilita, como consecuencia, el testimonio de los creyentes. En efecto, si falla en la Iglesia la fe en la resurrección, todo se paraliza, todo se derrumba» (Audiencia general, 26-04-2008). En otra ocasión, después de afirmar que la resurrección de Cristo no es la simple reanimación de un cadáver ni el regreso a la vida de antes de la muerte, añade: «Es – si podemos usar por una vez el lenguaje de la teoría de la evolución – la mayor “mutación”, el salto más decisivo en absoluto hacia una dimensión totalmente nueva, que se haya producido jamás en la larga historia de la vida y de sus desarrollos […] ¿Qué sucedió? Jesús ya no está en el sepulcro. Está en una vida nueva del todo. Pero, ¿cómo pudo ocurrir eso? […] La resurrección fue como un estallido de luz, una explosión del amor que desató el vínculo hasta entonces indisoluble del “morir y devenir”. Inauguró una nueva dimensión del ser, de la vida, en la que también ha sido integrada la materia, de manera transformada, y a través de la cual surge un mundo nuevo» (Homilía, 15-04-2006).

La historicidad de la resurrección. Nuestro lenguaje es insuficiente para explicar el misterio de la resurrección de Cristo. Por eso la Biblia y la liturgia lo cuentan por medio de símbolos. Pero eso no quita nada a su historicidad. Como cuando decimos que alguien es más bueno que el pan o que es dulce como la miel. Decimos verdades usando símbolos. De su historicidad depende la solidez de nuestra fe. Solo a partir de ella podemos seguir afirmando que el cristianismo no es leyenda y poesía, consuelo vano e infundado: la fe se apoya en el basamento firme de realidades ocurridas. La resurrección abre una puerta a la vida eterna, y nos permite el acceso a la vida de Dios. En este sentido, va más allá de la historia. Pero eso no elimina su historicidad, que es la prueba de su veracidad. El Papa ha repetido estas ideas en distintas ocasiones, lo que indica la importancia que concede a este argumento: «Es fundamental proclamar la resurrección de Jesús de Nazaret como acontecimiento real, histórico, atestiguado por muchos y autorizados testigos. Lo afirmamos con fuerza porque, también en nuestro tiempo, no falta quien trata de negar su historicidad reduciendo el relato evangélico a un mito, a una “visión” de los Apóstoles, retomando o presentando antiguas teorías, ya desgastadas, como nuevas y científicas» (Audiencia general, 15-04-2009).

Resucitó al tercer día, según las Escrituras. Encontramos esta afirmación en la más antigua confesión cristiana de la resurrección (1Cor 15,4). San Pablo dice que la recibió de la Iglesia y que se esfuerza por transmitirla fielmente. El Kerigma predicado por Pablo (y por los apóstoles antes de él) contiene dos características de la resurrección: que sucedió al tercer día y que se realizó según las Escrituras. El segundo punto significa que sucedió cumpliendo las Escrituras, según un proyecto eterno de Dios, por lo que el Antiguo Testamento sirve para explicar la resurrección y la resurrección sirve como clave de lectura del Antiguo Testamento. Detengámonos brevemente en el significado de la otra característica: Jesús resucitó «al tercer día».

En esta afirmación resuenan varias ideas tomadas del Antiguo Testamento, que ayudan a comprender el significado de la resurrección. En primer lugar, podemos recordar que en las descripciones de la celebración de la alianza junto al Sinaí, el tercer día es siempre el de la teofanía, es decir, el día en que Dios aparece y habla. En este sentido, la resurrección de Jesús «al tercer día» supone una manifestación de Dios en nuestra historia, para hacer alianza con los hombres.

Hay otro aspecto, aún más importante: los judíos pensaban que la corrupción comenzaba después del tercer día. Jesús resucita antes de que comience la corrupción. Es bueno recordar que Juan afirma que Lázaro ya había comenzado el proceso de descomposición, porque llevaba cuatro días en el sepulcro (cf. Jn 11,39). También encontramos aquí una referencia al Salmo 16 [15],10: «No me abandonarás en el abismo ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción». La versión griega de los LXX, que es la que cita siempre el Nuevo Testamento, lo traduce así: «No abandonarás mi vida en el sepulcro ni dejarás que tu Santo conozca la corrupción». Este texto fue muy usado por la primitiva comunidad para explicar la resurrección de Cristo (cf. Hch 2,25-33). Cuando san Pablo afirma que Jesús murió, fue sepultado y resucitó al tercer día, afirma el realismo de la muerte, que lo llevó al sepulcro, pero no a la corrupción, porque la muerte de Cristo fue una verdadera victoria sobre la muerte, que no tuvo la última palabra sobre Él. El proyecto de Dios sobre el hombre, tal como se ha manifestado en la resurrección de Cristo, es de vida eterna y no puede ser anulado ni por el pecado ni por la muerte.

Tradiciones pascuales. Teniendo la Pascua tanta importancia teológica y litúrgica, es natural que el pueblo cristiano la haya enriquecido con numerosas tradiciones. En España, Hispano América y en algunos lugares de Italia es muy común comenzar el día con la «procesión del encuentro». Un grupo de fieles sale de un templo con la imagen de Jesús resucitado. Otro grupo parte de otro oratorio con la imagen de la Virgen, envuelta de un manto negro. Cuando se encuentran, se canta el Regina coeli, se retira el manto de luto de la Virgen y tienen lugar otras manifestaciones de alegría, como soltar palomas y tirar dulces a los niños. En muchos lugares se mantiene la antigua costumbre de bendecir la carne y los huevos (antiguamente vetados durante la Cuaresma) y de tener comidas festivas con alimentos especiales (longaniza de Pascua, torta de Pascua…). El día se suele concluir con las «vísperas bautismales», con procesión al baptisterio y renovación de las promesas del bautismo. En muchos lugares, los días siguientes se bendicen las casas o se sigue llevando con solemnidad el Santísimo a los enfermos, para el cumplimiento del «precepto pascual», ya que el IV Concilio de Letrán determinó en 1215 la obligación de la comunión de los cristianos al menos una vez al año, el día de Pascua. Eugenio IV, en 1440, extendió la posibilidad de cumplir el precepto desde el Domingo de Ramos hasta el Domingo In Albis. Hoy se alarga a todo el ciclo pascual. Termino con una hermosa poesía que explica el misterio pascual de una manera bellísima:

La bella flor que en el suelo

plantada se vio marchita

ya torna, ya resucita,

ya su olor inunda el cielo.

De tierra estuvo cubierto,

pero no fructificó

del todo, hasta que quedó

en un árbol seco injerto.

Y, aunque a los ojos del suelo

se puso después marchita,

ya torna, ya resucita,

ya su olor inunda el cielo.

Toda es de flores la fiesta,

flores de finos olores,

más no se irá todo en flores,

porque flor de fruto es ésta.

Y, mientras su Iglesia grita

mendigando algún consuelo,

ya torna, ya resucita,

ya su olor inunda el cielo.

Que nadie se sienta muerto

cuando resucita Dios,

que, si el barco llega al puerto,

llegamos junto con vos.

Hoy la cristiandad se quita

sus vestiduras de duelo.

Ya torna, ya resucita,

ya su olor inunda el cielo.

P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.

viernes, 15 de abril de 2011

DOMINGO DE RAMOS

La liturgia actual tiene dos partes diferenciadas, aunque profundamente relacionadas entre sí. La primera consiste en la procesión, precedida por la bendición de los ramos y la proclamación del evangelio de la entrada en Jerusalén. La segunda es la Eucaristía, en la que se leen uno de los cánticos del siervo de YHWH (Is 50,4-7), el himno paulino que habla de la obediencia de Jesús, que «se rebajó hasta someterse a la muerte» (Flp 2,6-11), y la pasión del Señor, en la versión del evangelista propio de cada ciclo. El color litúrgico es el rojo, como el Viernes Santo.

La procesión. La peregrina Egeria narra cómo se celebraba en Jerusalén a finales del s. IV. El obispo y el pueblo, con ramos de palma y olivo, se dirigían cantando desde el Monte de los Olivos hasta la Anástasis (la basílica del Santo Sepulcro). Los niños ocupaban un lugar destacado. Los peregrinos la llevaron a sus lugares de origen, realizándola de una manera cada vez más compleja y festiva. En algunos sitios, el obispo iba montado en un burro, representando a Cristo. En otros se llevaba el libro de los evangelios, la cruz o el Santísimo Sacramento. Por el camino, se hacían estaciones, con oraciones, cantos y bendiciones. Al llegar a la muralla, extendían los mantos ante la cruz y todos se postraban para adorarla. Una vez en el templo, el obispo golpeaba las puertas con la cruz, mientras decía: «Portones, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas, que va a entrar el rey de la gloria» (Sal 24 [23]) y establecía un diálogo con los que estaban dentro. Cuando se abrían, entraba la procesión. La última reforma litúrgica simplificó los ritos.

El antiguo Israel celebraba la entronización de sus reyes, aclamándolos con salmos, saliendo a su encuentro con ramos en las manos y colocando sus mantos por el camino. En este sentido, la procesión de Ramos es una procesión en honor de Cristo Rey.

La entrada triunfal en Jerusalén. Fue la manifestación de Jesús como el Mesías-Rey prometido por los profetas. Antes había rechazado este título, demasiado unido a las expectativas políticas de Israel. Cuando las circunstancias hacían prever el desenlace, lo aceptó, mientras el pueblo aclamaba: «Bendito el reino que viene, el de nuestro padre David» (Mc 11,10). Para que se comprenda qué tipo de reinado es el suyo, no entra en la ciudad sobre un carro de combate o un caballo. Tampoco le vitorean soldados con armas. Por el contrario, entra montado en un asnillo, aclamado por los niños, que menean ramos de olivo. El asno es el animal que usaba la gente sencilla en sus trabajos y en sus desplazamientos. San Juan dice que sus discípulos no entendieron el gesto y que solo más tarde comprendieron que estaba cumpliendo una profecía (cf. Jn 12,16).

Efectivamente, Zacarías anunció que un futuro rey de Jerusalén lo terminará siendo de toda la tierra, con estas palabras: «Se acerca tu rey, justo y victorioso, humilde y montado en un borriquillo. Destruirá los carros de guerra de Efraín y los caballos de Jerusalén. Quebrará el arco de guerra y proclamará la paz a las naciones. Su dominio irá de mar a mar, desde el Éufrates hasta los confines de la tierra» (Zac 9,9-10). Es decir, será un rey de paz (destruirá los carros de guerra), universal (gobernará de mar a mar) y pobre entre los pobres (usa el burro y no el caballo). La entrada de Jesús en Jerusalén es anuncio de su pasión, de su caminar libremente hacia la cruz.

La «hora» de la muerte y de la glorificación. La Iglesia, con la mirada puesta en la mañana de Pascua, aclama a Cristo como su Rey, triunfador del pecado y de la muerte, aunque es consciente de que su entrada en Jerusalén es, al mismo tiempo, el inicio de su sufrimiento. De esta manera, la liturgia pone en relación la Cuaresma y la Pascua al unir las alegres aclamaciones en honor de Cristo Rey y la proclamación de su pasión.

Al cantar «Hosanna, bendito el que viene en nombre del Señor», debemos recordar las oraciones de Adviento, en las que se suplica la «venida» del Señor y las de Navidad que la celebran como ya acaecida. El Señor que vino en la humildad de la carne hace dos mil años y que vendrá con gloria al fin de los tiempos, viene ahora a nuestro encuentro en cada celebración litúrgica. Por eso, en cada misa, durante el canto del santo, seguimos diciendo: «Bendito el que viene en nombre del Señor, hosanna en el cielo». El domingo de Ramos, que une las promesas, el cumplimiento histórico y la esperanza de plenitud, la pasión y el triunfo, la Cuaresma y la Pascua, enseña que no hay ningún día del año que sea independiente de los otros. Todas las fiestas están unidas entre sí y todas celebran a Cristo, que vino, que viene y que vendrá; que asume nuestra pobreza para darnos su riqueza; que se entrega a la muerte para darnos vida. Aunque en todas las eucaristías se anuncia la muerte del Señor y se proclama su resurrección, hasta que Él vuelva (Cf. 1Cor 11,26), en la liturgia de este día se manifiesta especialmente la profunda unidad del misterio de Cristo.

P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.

viernes, 8 de abril de 2011

DOMINGO V DE QUARESMA

La resurrección de Lázaro

La Cuaresma es un tiempo de preparación para recibir el bautismo en Pascua y para renovarlo, los que ya lo hemos recibido. A los candidatos al bautismo, la liturgia ha presentado a Jesús como aquel que puede saciar su sed (domingo de la samaritana) e iluminar su ceguera (domingo del ciego de nacimiento). Hoy les anuncia que puede darles vida en plenitud. De hecho, los Santos Padres llamaban al bautismo palingénesis (regeneración), haciéndose eco de las palabras de Jesucristo, que invita a nacer de nuevo (cf. Jn 3,3).

El relato (Jn 11,1-45). Cuatro días después de la muerte de Lázaro, Jesús se dirige a Betania. Al llegar, Marta confesó que el cadáver «ya olía» a putrefacción. Se estableció un diálogo, que terminó con la afirmación del maestro: «Yo soy la resurrección y la vida». Más tarde, Jesús dijo con autoridad al difunto: «¡Sal fuera!». El amigo lo hizo, envuelto en las vendas y el sudario. Ante este signo, el último antes del definitivo – que será su propia resurrección – «muchos creyeron en Él». Se produce el mismo proceso que en el relato del ciego de nacimiento: Los que acogen con fe las palabras de Jesús, pueden interpretar correctamente el signo; los que las desprecian, se endurecen en su rechazo. De hecho, sus enemigos, «desde ese día, decidieron darle muerte» (Jn 11,53). Él lo sabe, pero no huye, porque, finalmente, «ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre» (Jn 12,23). La hora de su glorificación coincide con la de su muerte y sepultura. Solo así se realizará el plan divino de la salvación, al que Él se somete. Al resucitar a Lázaro antes de su pasión, Jesús enseña que tiene poder sobre la muerte y anuncia que no le quitan la vida, sino que Él mismo la entrega voluntariamente.

Lázaro, imagen del hombre que muere. En Lázaro se manifiesta el destino último con el que cada hombre tiene que enfrentarse: la propia muerte y la de los seres queridos. En Marta lloran todos los que han sufrido una separación dolorosa, cuando las palabras no sirven para expresar los sentimientos. Quizás se podría haber hecho algo por salvarlos, pero ya no se puede. Solo queda llorar. La salvación de Jesús, para ser completa, tiene que ofrecer respuesta al enigma último de la existencia humana. Jesús anuncia la resurrección. La de Lázaro es solo una promesa. San Juan pone cuidado en indicar que salió del sepulcro, «con las manos y los pies atados por las vendas y la cara envuelta en un sudario». Lázaro ha recuperado la vida que tenía antes de morir, pero conserva la condición mortal. Tendrá que volver a pasar por la muerte. Las vendas y el sudario lo recuerdan. El mismo evangelista hará referencia a que las vendas y el sudario de Jesús quedaron abandonadas (Jn 20,7), ya que su resurrección sí es definitiva. No recupera la vida de antes, sino que le introduce en la vida plena, en la que «ya no habrá muerte, ni llanto, ni dolor» (Ap 31,4).

Pero nuestra esperanza en la vida eterna no es solo para después de la muerte. Jesús quiere hacernos partícipes ya, en esta vida mortal, de la vida eterna. De manera parcial, según nuestras capacidades, pero real. No tenemos que esperar a morir para empezar a gozar del perdón de Dios y de la intimidad con Él. Los que creen no morirán para siempre, ya que – de alguna manera – ya han entrado en la vida.

El llanto de Cristo y el llanto de la Iglesia. Jesús no solo llora por su amigo Lázaro. Los Santos Padres interpretaron que llora por Adán, al ver los resultados del pecado. En la mañana de la creación, Dios le advirtió: «Si te apartas de mí, morirás» (cf. Gn 2,17). Ahora, que su advertencia se ha cumplido, la humanidad huele a putrefacta y yace en el sepulcro, aplastada por una pesada losa que no puede mover, incapacitada para entablar relaciones con el Dios de la vida. Lázaro no es solo el hombre sediento e incapacitado para saciar su sed (como la samaritana) ni el que no puede ver a Dios en su vida (como el ciego de nacimiento). No es solo el leproso que Jesús encontró por los caminos. Es el desposeído de todo, de la vida mortal y de la eterna. Es la descendencia de Adán, atrapada en el reino de la corrupción y sin esperanzas humanas de salvación. Ante las consecuencias del pecado, Jesús llora conmovido.

La Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, también llora por los hombres que yacen en el sepulcro. Muchos no llevan muertos cuatro días, sino meses y años. Y lo peor es que no son conscientes. Como hizo Jesús, grita a los humanos para que abandonen sus pecados, para que salgan de sus sepulcros. A quienes la escuchan, aunque estén atados por las vendas de sus faltas, los desata para que puedan andar, ofreciéndoles el perdón. Entonces desaparece el hedor de la muerte (2Cor 2,16) y pueden expandir por el mundo el buen olor de Cristo (2Cor 2,15).

P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.

jueves, 7 de abril de 2011

EL PAPA INVITA A LEER "HISTORIA DE UN ALMA", DE TERESITA DE LISIEUX

Presenta la vida de la Santa especialmente como guía para teólogos.

Miércoles 6 de abril de 2011. El Papa Benedicto XVI recomendó a los fieles "redescubrir ese pequeño gran tesoro" de la autobiografía de Sta. Teresita del Niño Jesús, Historia de un alma.

El pontífice dedicó su catequesis en la audiencia de ayer a presentar la vida y enseñanzas de esta joven Carmelita francesa, a la que J. Pablo II proclamó Doctora de la Iglesia en 1997.


El Papa la definió como " experta de la scientia amoris", una afirmación sobre la que profundizó." La pequeña Teresa " afirmó, " no ha dejado de ayudar a las almas sencillas, los pequeños, los pobres, los que sufren, y que rezan, pero también ha iluminado toda la Iglesia, con su profunda doctrina espiritual".

La "ciencia del amor", Teresa" la expresa principalmente en el relato de su vida, publicando un año después de su muerte bajo el título de Historia de un Alma" afirmó el papa, invitando a todos a "redscubrir este pequeño-gran tesoro, ¡este luminoso comentario del Evangelio plenamente vivido!.

Historia de un Alma , dijo, "es una maravillosa historia de Amor, relatada con tal autenticidad, sencillez y frescura que el lector no puede sino quedar fascinado.

El papa narró los principales hechos de la vida de la Santa, desde su nacimiento en Alençon (1873), pasando por su temprana orfandad de madre, su experiencia de las gracias divinas, su entrada en el Carmelo y su muerte, con sólo 24 años de edad (1897). Para Teresa, explicó, ser religiosa "significa ser Esposa de Jesús y madre de las almas".La última etapa de su vida estuvo marcada por la enfermedad y por la experiencia de la prueba espiritual. Ella "tiene la conciencia de vivir esta gran prueba para la Salvación de todos las almas del mundo moderno, llamados por ella "hermanos", afirmó.

"También nosotros como Sta. Teresa del Niño Jesús, debemos poder repetir cada día al Señor, que queremos vivir de amor a Él y a los demás, aprender de la escuela de los santos a amar de una forma auténtica y total". Teresa "es uno de los pequeños del Evangelio que se dejan llevar por Dios en la profundidad de su Misterio".

En particular la propuso como "guía para los que, en el pueblo de Dios, desarrollan el ministerio de teólogos", pues "con la humildad y la caridad, la fe y la Esperanza, Teresa entra continuamente en el corazón de las Sagradas Escrituras que contiene el Misterio de Cristo. Y esta lectura de la Biblia, nutrida por la ciencia del amor, no se opone a la ciencia académica".

"La ciencia de los santos, de hecho, de la que ella habla en la última página de Historia de un Alma, es la ciencia más alta". Otro de los rasgos de la Santa es su confianza total en Jesús´: "Sí lo siento, incluso si tuviese sobre la conciencia todos los pecados que se pueden cometer, iría con el corazón destrozado por el arrepentimiento, a lanzarme en los brazos de Jesús, porque sé cuanto ama al hijo pródigo que vuelva a Él", escribía Teresita.

Así Teresa nos indica a todos nosotros que la vida cristiana consiste en vivir plenamente la gracia del Bautismo en el don total de sí al Amor del Padre, para vivir como Cristo, en el fuego del Espíritu Santo, su mismo Amor por los demás".

viernes, 1 de abril de 2011

DOMINGO IV DE CUARESMA

El ciego de nacimiento

La liturgia del domingo anterior, al hablar de la samaritana, recordaba que todos estamos sedientos de felicidad, aunque a veces la buscamos en lugares equivocados. Hoy da un paso más, y dice que estamos ciegos, incapaces de encontrarla, si Cristo no nos ilumina. El ciego es imagen del hombre que desea ver, pero alcanzarlo no está en sus manos.

El relato (Jn 9,1-41). Los discípulos preguntan a Jesús si la enfermedad del ciego estaba causada por algún pecado personal o por los pecados de sus padres. Sus contemporáneos pensaban que Dios premiaba a los buenos con salud y riqueza y castigaba a los malos con pobreza y enfermedades, pero Jesús les dice que su ceguera no es consecuencia del pecado. Al curar al ciego, da una enseñanza importante: «Yo soy la luz del mundo». San Juan la profundiza cuando afirma: «En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió» (Jn 1,1ss). El mismo evangelista explica el motivo del rechazo: «Prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz» (Jn 3,19-21). Por eso, dice el Papa: «El milagro de la curación es el signo de que Cristo, junto con la vista, quiere abrir nuestra mirada interior, para que nuestra fe sea cada vez más profunda y podamos reconocer en Él a nuestro único Salvador» (Mensaje para la Cuaresma, 2011).

Como sucedió con la samaritana, en el ciego se produce un progresivo descubrimiento de la identidad de Jesús: Lo llama sucesivamente «ese hombre», «un profeta», «un enviado de Dios», para terminar postrándose ante Él, aunque esto le conlleve persecuciones y ser expulsado de la sinagoga. En los fariseos, por el contrario, se da un endurecimiento también creciente, por lo que Jesús los llama ciegos, ya que se niegan a comprender; es decir, no quieren ver. Nos encontramos con un fuerte contraste: por un lado, el ciego se abre progresivamente a la luz del sol y a la luz de la fe; por otro, los que pueden ver se cierran a la luz de Cristo y entran en una oscuridad cada vez mayor. Esto indica que hay que hacer opciones ante Jesús: «El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama» (Lc 11,23). Éste es el juicio del mundo, en el que cada uno se salva o condena por su actitud ante Cristo. Él es la luz. El que no lo acepta permanece en la oscuridad. Dios no puede mostrarnos un amor mayor que dándonos a Cristo. Quien lo rechaza, porque detesta la luz, se condena a sí mismo.

El barro y la piscina. Mezclando tierra y saliva, Jesús hace barro, aludiendo a la creación del hombre (cf. Gn 2,7). Como Adán fue formado con barro de la tierra y sobre él Dios sopló su Espíritu, para convertirlo en ser vivo; Jesús aplicó el barro a los ojos del ciego, para darle la vida de la fe. A continuación, le dijo: «Ve a la piscina de Siloé – que significa «enviado» – y lávate». El nombre de la piscina es importante. Por eso el evangelista lo traduce del hebreo, para que todos sus lectores lo puedan entender: «Siloé, que significa el Enviado». No estamos ante una simple aclaración filológica. El «Enviado» es Jesús. El mismo que, una vez resucitado, enviará a sus apóstoles, para que continúen su obra: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20,21). Por eso, la Iglesia lava a los catecúmenos en el agua del Enviado, que es Jesús, para que sus ojos se abran a la vida de la fe y puedan nacer de nuevo.

Catequesis bautismal. Como el sirio Naamán fue sanado de la lepra al lavarse en el Jordán (2Re 5), el ciego es liberado de la oscuridad al lavarse en la piscina. El agua que cura la lepra y la ceguera es anuncio de la que brotará del costado de Cristo, llenará la piscina del bautismo y traerá la salvación a los creyentes. Los primeros cristianos llamaban al bautismo photismós, que significa «iluminación». A esta «iluminación» interior, que se recibe en el bautismo, hacen referencia los textos del día: «[Cristo] se hizo hombre para conducir al género humano, peregrino en tinieblas, al esplendor de la fe; y a los que nacieron esclavos del pecado, los hizo renacer por el bautismo, transformándolos en hijos». Por eso, san Pablo pide a los que han sido iluminados que lo demuestren: «En otro tiempo erais tinieblas, ahora sois luz en el Señor. Caminad como hijos de la luz […] sin tomar parte en las obras estériles de las tinieblas» (Ef 5,8). Para conseguirlo, pedimos a Dios: «ilumina nuestro espíritu con la claridad de tu gracia». Solo entonces podremos ver «lo que el ojo no vio, ni el oído oyó, ni al hombre se le ocurrió pensar que Dios podía tener preparado para los que lo aman» (1Cor 2,9).

Nota histórica. Este domingo es llamado de Laetare, por la antífona de entrada de la misa: «Festejad a Jerusalén, gozad con ella…». Como el domingo de Gaudete (tercero de Adviento), los templos se adornan con flores, se entonan cantos festivos, acompañados de instrumentos y los ornamentos sacerdotales son de color rosado. En Roma, la misa estacional se celebraba en la basílica de la «santa Cruz de Jerusalén», donde se ofrecían flores a la reliquia de la Cruz. Al menos desde el s. XI, la ofrenda consistió en una rosa de oro, ungida con crisma y perfumes. El domingo de Gaudete el Papa la regalaba a quien se había distinguido en la defensa de la Iglesia. En nuestros días la ofrece a algunos santuarios marianos de especial significado (Lourdes, Fátima, Guadalupe, Loreto, Aparecida…)

P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.