viernes, 3 de febrero de 2012

Domingo V del Tiempo Ordinario, Ciclo B

La comunidad primitiva confiesa su fe en «Jesús de Nazaret, que pasó haciendo el bien y liberando a los oprimidos por el demonio, porque Dios estaba con Él» (Hch 10,38). Cuando quieren presentar un resumen de su vida, dicen que «recorría toda la Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando la Buena Noticia del reino, y sanando todas las enfermedades y las dolencias del pueblo» (Mt 4,23; 9,35). Los primeros cristianos estaban convencidos de que la predicación, los milagros y la victoria sobre el mal provienen de la misma fuente: el poder de Dios que actúa en Jesús. A partir del evangelio dominical, hace dos semanas os hablé de la predicación y el domingo pasado de la victoria sobre el mal. Hoy me detendré en los milagros de Jesús.

Los evangelios recogen numerosas narraciones de milagros (curaciones de enfermedades, expulsiones de demonios, resurrecciones…), pero solo aparece la palabra teras (milagro, prodigio) una vez, para descalificarla (Jn 4,48). Lo que nosotros llamamos «milagro» normalmente es llamado dynamis (acto de poder); en el caso de Juan, semeion (signo) y, cuando habla el mismo Jesús, ergon (obra). Se entiende su significado solo desde la fe y a la luz de la palabra. Lo contrario que en los relatos apócrifos, que se detienen en lo maravilloso, separado de la predicación profética.

Las obras de Jesús. En principio, Jesús no está a favor de los milagros, incluso acusa a quienes los buscan (Jn 4,48) y a quienes se quedan en su materialidad, sin comprender su significado (Jn 6,26). Rechaza la tentación de transformar las piedras en pan o de tirarse desde la cornisa del templo (Mt 4,1-11). No concede a los fariseos la señal que piden (Mc 8,11-12) y afirma que su predicación es suficiente señal, como lo fue la de Jonás para los ninivitas (Lc 11,29-32). También suele pedir a los beneficiarios y a los testigos que guarden silencio sobre el acontecimiento. Sus obras poderosas están en función de su misión y de su mensaje. Al margen de su significado religioso no tienen sentido. De hecho, Herodes y los líderes judíos los aceptan, pero no se convierten ante ellos. Durante su juicio, Herodes le pedirá un milagro como entretenimiento (cf. Lc 23,8). Sus enemigos afirmarán que los realiza con el poder del mismo demonio (cf. Mc 3,22). Y Jesús dice de las ciudades Betsaida y Corazaín que han sido testigos de muchos milagros suyos sin que sus vecinos se convirtieran (cf. Mt 11,21). Más tarde, el talmud dirá que Jesús fue ajusticiado porque extraviaba a sus contemporáneos con la magia (lo que significa que aceptaban sus milagros, aunque rechazaban que los hiciera con el poder de Dios). En definitiva, los milagros son, al mismo tiempo, signos reveladores de la identidad de Jesús y miden la fe de los hombres.

Después de ser bautizado y recibir el Espíritu, Jesús vence a Satanás en el desierto. Los milagros son imagen del regreso al paraíso, sello de la nueva creación que ha iniciado, muestran la salvación que se nos da, testimonian la victoria de Dios sobre las raíces de nuestro sufrimiento, que es consecuencia del pecado. Al mismo tiempo confirman la predicación del evangelio, cumplen las promesas de los profetas para los tiempos del mesías, son prueba que autentifica la actividad de Jesús y anticipan el reino escatológico, en el que no habrá llanto ni dolor. Manifiestan la gloria y el poder vivificador de Dios, que actúa en Jesús.

Cuando Juan Bautista se encontraba en la cárcel, mandó unos mensajeros a Jesús para que les confirmara si Él era el mesías de Dios o si se había equivocado al señalarle como tal en el momento del bautismo. Jesús les respondió: «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados» (Mt 11,4-5). Estos signos debían ser suficiente confirmación para el profeta, que conocía las promesas de Isaías: «Aquel día oirán los sordos las palabras del libro, sin tinieblas ni oscuridad verán los ojos del ciego, los oprimidos volverán a alegrarse en el Señor y los pobres se llenarán de júbilo» (Is 29,18-19); «Entonces se despegarán los ojos de los ciegos, los oídos de los sordos se abrirán, entonces saltará el cojo como un ciervo y cantará la lengua del mudo» (Is 35,5-6); «Me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres, para curar los corazones desgarrados, proclamar la amnistía a los cautivos y a los prisioneros la libertad» (Is 61,1).

Los signos proféticos. Los profetas de Israel acompañaron su predicación con gestos simbólicos (a veces portentosos): los «ôt», que realizaban anticipadamente lo que anunciaban (cf. 1Re 11,29-39; Jer 19,10-11; etc.). Las «obras» de Jesús están en la línea del actuar profético: son signos que vienen de Dios y muestran que Dios actúa en Él: «Nadie puede hacer las obras que tú haces si Dios no está con Él» (Jn 3,2); «Las obras que yo hago con la fuerza del Padre dan testimonio de mí» (Jn 10,25). Normalmente, los evangelistas acompañan la narración de milagros con las explicaciones correspondientes: Jesús multiplica el pan para enseñarnos que Él es el Pan de la vida, da vista a los ciegos para que comprendamos que Él es la Luz del mundo, resucita a Lázaro para hacernos entender que Él es la Vida... En directa dependencia de las obras de Jesús, se hallan los sacramentos, que son signos compuestos de palabras y acciones, instituidos por Cristo, que cumplen lo que anuncian. El Catecismo reflexiona así sobre los milagros: «Los signos que lleva a cabo Jesús testimonian que el Padre le ha enviado (cf. Jn 5,36; 10,25). Invitan a creer en Jesús (cf. Jn 10,38). Concede lo que le piden a los que acuden a él con fe (cf. Mc 5,25-34; 10,52). Por tanto, los milagros fortalecen la fe en Aquel que hace las obras de su Padre: estas testimonian que Él es Hijo de Dios (cf. Jn 10,31-38). Pero también pueden ser “ocasión de escándalo” (Mt 11,6). No pretenden satisfacer la curiosidad ni los deseos mágicos. A pesar de tan evidentes milagros, Jesús es rechazado por algunos (cf. Jn 11,47-48); incluso se le acusa de obrar movido por los demonios (cf. Mc 3,22). Al liberar a algunos hombres de los males terrenos del hambre (cf. Jn 6,5-15), de la injusticia (cf. Lc 19,8), de la enfermedad y de la muerte (cf. Mt 11,5), Jesús realizó unos signos mesiánicos; no obstante, no vino para abolir todos los males aquí abajo (cf. Lc 12,13.14; Jn 18,36), sino a liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del pecado (cf. Jn 8,34-36), que es el obstáculo en su vocación de hijos de Dios y causa de todas sus servidumbres humanas» (nn. 548-549).

P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.

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