Un 28  de noviembre de 1568, primer domingo de Adviento, San Juan de San Cruz  inició la vida del Carmelo Descalzo masculino en Duruelo. Rememorando aquellos  tiempos gloriosos, os envío unas reflexiones generales sobre el Adviento, por si pueden servir a  alguien para vivirlo con mayor intensidad. Abramos los corazones al  Señor, que viene a salvarnos.
Historia del  Adviento.  El término Adviento tuvo primero un uso  teológico, que indicaba la venida del Senor al final de los tiempos (en griego  Parusía, en latín Adviento). Sólo en un segundo momento, adquirió un significado específicamente  litúrgico (las cuatro semanas previas a Navidad). Detengámonos brevemente en su  historia, para comprender mejor sus contenidos. 
  
 Los orígenes. Al principio, la Pascua era la  única fiesta anual de los cristianos. Su celebración estaba marcada por una  fuerte dimensión escatológica, ya que se esperaba el retorno glorioso del Señor  durante una fiesta de Pascua, antes de que pasase la generación de sus  contemporáneos. La esperanza de la parusía se acrecentaba en la liturgia. Por  eso querían acelerarla con su oración, como testimonia la plegaria aramea, de  proveniencia apostólica, Maranatha.
  
 A partir del s. IV se  generalizó la celebración de la Navidad. San Agustín, hacia el año 400 afirmaba  que no es un misterio (sacramentum) en el mismo sentido que la Pascua,  sino un simple recuerdo (memoria) del nacimiento de Jesús, como las  memorias de los Santos. Por lo tanto, no necesitaría de un tiempo previo de  preparación o de uno posterior de profundización. Sin embargo, 50 años más  tarde, San León Magno afirmó que sí lo es. El único mysterium salutis se  hace presente cada vez que se celebra un aspecto del mismo, por lo que Navidad  es ya el inicio de nuestra redención, que culminará en Pascua. Estas  consideraciones posibilitaron su enorme desarrollo teológico y litúrgico, hasta  formarse un nuevo ciclo celebrativo, distinto del de Pascua, aunque dependiente  de él. En Pascua se celebra el misterio redentor de la pasión, muerte y  resurrección de Cristo. En Navidad se celebra la encarnación del Hijo de Dios,  realizada en vistas de su Pascua, ya que «por nosotros, los hombres, y por  nuestra salvación, bajó del cielo […] y se hizo hombre», como dice el Credo.
  
 La Cuaresma de invierno. A medida que Navidad-Epifanía fue  adquiriendo más importancia, se fue configurando un periodo de preparación. Las  noticias más antiguas que se conservan, provienen de las Galias e Hispania.  Parece que se trataba de una preparación ascética a la Epifanía, en la que los  catecúmenos recibían el bautismo. Pronto se les unió toda la comunidad. La  duración variaba en cada lugar. Con el tiempo, se generalizó la práctica de  cuarenta días. Como comenzaba el día de san Martín de Tours (11 de noviembre),  la llamaron Cuaresma de San Martín o Cuaresma de invierno.  
  
 Cuando el Adviento fue asumido  por la liturgia romana, en el s. VI, ya había adquirido un paralelismo con la  Cuaresma, tanto en su duración como en sus contenidos. De hecho, los antiguos  sacramentarios romanos contienen oraciones para seis domingos (que se conservan  en las liturgias Ambrosiana y Mozárabe). También el Rótulo de Rávena  recoge cuarenta oraciones. La fuerte dimensión escatológica de la Cuaresma y de  la Pascua impregnó también el Adviento, llegando a ser su dimensión más  significativa. 
  
 Junto a la tensión  escatológica, el Adviento heredó de la Cuaresma el carácter penitencial,  entendido como purificación de las propias faltas, en orden a estar preparados  para el juicio final. Por eso, se practicaba un prolongado ayuno. Igualmente, se  generalizó el uso del color negro en los ornamentos sacerdotales (más tarde, se  pasó al morado), los diáconos no vestían dalmáticas, sino planetas y se  eliminaron los cantos del Gloria, el Te Deum y el Ite missa  est, así como el sonido de los instrumentos musicales. También se prohibió  la celebración de las bodas solemnes. Después del rezo del Oficio Divino,  estaban prescritas algunas oraciones de rodillas. En algunos lugares, para  asemejarlo todavía más con la Cuaresma, en los últimos días de Adviento se  cubrían con velos las imágenes y altares, igual que en el tiempo de Pasión.  Durante siglos, el himno más usado en las Misas y en el Oficio fue el Rorate  coeli desuper, et nubes pluant iustum (Is 45,8), con las estrofas  penitenciales que piden perdón por los pecados. 
  
 Evocación de los tiempos anteriores a la  encarnación. Parece ser que fue San Gregorio  Magno quien redujo la duración del Adviento en Roma. Durante mucho tiempo  convivieron las dos fórmulas, aunque a finales del s. XII se impuso  definitivamente el uso breve. Las cuatro semanas evocaban la espera mesiánica  del Antiguo Testamento, porque se interpretaban como el recuerdo de los cuatro  mil años pasados entre la expulsión de Adán del Paraíso y el nacimiento de  Cristo, según los cómputos de la época. 
  
 Para contrarrestar el espíritu  penitencial, la liturgia reintrodujo el Aleluya los domingos en las antífonas  del Oficio. También se generalizó la representación del árbol de Jesé en  el arte. Durante el Adviento, se hacía uso de estas biblias de los pobres  para explicar al pueblo los pecados y las esperanzas de Israel. Los predicadores  subrayaron cada vez más el recuerdo de la historia previa al nacimiento de  Cristo, haciendo de la dimensión escatológica (tan importante, al principio)  algo secundario. Ésa ha sido la característica predominante durante siglos, como  podemos ver en los libros de liturgia con más de cincuenta años de  antigüedad.
  
 La liturgia anual de la  Iglesia fue evolucionando y transformándose. Con el tiempo, sirvió para evocar  toda la historia de la salvación. Adviento se consagró a los acontecimientos del  Antiguo Testamento, Navidad a los misterios de la infancia del Señor, el tiempo  después de Epifanía a su vida pública, Cuaresma a su pasión y muerte, Pascua a  su resurrección y el tiempo después de Pentecostés a la vida de la  Iglesia. 
  
 Como fruto de una larga y  compleja evolución, el año litúrgico llegó a celebrar, al mismo tiempo, las  distintas etapas de la historia de la humanidad, desde sus orígenes hasta su  conclusión, y la biografía de Jesucristo. La encarnación y el nacimiento se  contemplaban como el momento central, ya que hacia Él caminaba todo lo anterior  y de Él ha recibido luz todo lo posterior. Las numerosas celebraciones en honor  de los Santos, las octavas de muchas fiestas y la multiplicación de devociones  populares para suplir unas liturgias cada vez menos comprendidas por el pueblo,  desdibujaron profundamente la unidad del año litúrgico. De hecho, los diversos  libros publicados con el título Año cristiano, desde el siglo XVIII hasta  bien entrado el siglo XX, eran meras recopilaciones de vidas de Santos, donde  las referencias a los tiempos litúrgicos casi desaparecían. La Iglesia se  encontraba con numerosas prácticas de piedad heredadas, a veces de procedencias  muy diversas y difíciles de compaginar entre sí, por lo que decidió realizar una  reforma general de su liturgia, conservando sólo las evoluciones históricas que  han enriquecido su espíritu sin distorsionarlo. Las intervenciones de San Pío X  (que ya constituyó una comisión para la reforma de la liturgia), Pío XII y del  Beato Juan XXIII y los numerosos estudios del movimiento litúrgico prepararon el  camino que desembocó en la Sacrosanctum Concilium, del Concilio Vaticano  II.
  
 Reflexión de Thomas  Merton. El mismo año que fue publicada la  constitución sobre la liturgia (1963), Merton escribió un artículo titulado:  El Adviento, ¿esperanza o desilusión?, en el que reflexionaba sobre el  conflicto entre el ingenuo optimismo del Adviento y las dificultades de la vida  real. Tradicionalmente se ha dicho que en Adviento celebramos el recuerdo del  tiempo anterior a la venida de Cristo al mundo, para poder valorar mejor lo que  significa su llegada. Pero, si Él ya ha venido y se ha quedado entre nosotros,  la sociedad podría esperar que los cristianos lo hicieran visible con sus obras.  No podemos considerar impertinente si nos exigen que les permitamos ver lo que  decimos que poseemos. Si el Reino de Dios ya se ha hecho presente, ¿dónde están  la paz y el amor que deberían caracterizarlo? 
  
 La respuesta de Merton  consiste en subrayar la condición kenótica de la venida del Hijo de Dios al  mundo. Cristo, que se despojó incluso de su condición divina para asumir nuestra  naturaleza (cf. Flp 2,6ss) continúa una existencia escondida y pobre en  nosotros. La fuerza de la Iglesia no se encuentra en una plenitud humana, que  podría dar lugar a la arrogancia, sino en la obra escondida de Dios en los  corazones humildes, que se sienten pobres. Es decir, que se saben aún  necesitados de la venida de Dios a sus vidas. El Adviento consiste en aceptar  siempre la necesidad de ser salvados, en un acoger la gracia que se nos ofrece,  aunque no la merezcamos. 
  
 Reflexión de Joseph  Ratzinger. Ratzinger, por su parte, tuvo al año  siguiente (1964) una conferencia que tituló: ¿Estamos salvados?, o Job habla  con Dios, en la que también reflexionó sobre la insuficiencia de la  interpretación tradicional del Adviento. Parte de la explicación tradicional de  las cuatro velas de la corona de Adviento como conmemoración de los cuatro mil  años de tinieblas y de condenación de la humanidad antes de Cristo, que  finalmente trajo la luz y la salvación del mundo. Y se pregunta: ¿Cómo  compaginar la concepción del tiempo posterior a Cristo como tiempo de salvación  con el sufrimiento que millones de personas siguen padeciendo?
  
 No se podía seguir aceptando  la división del tiempo en una etapa de perdición (anterior a Cristo) y otra de  salvación (en la que ahora vivimos). Además, si meditamos en el sufrimiento que  los cristianos hemos causado a otras personas a lo largo de los siglos, tampoco  podemos aceptar una división entre los pueblos que ya viven la salvación y los  que aún no la han alcanzado. No se puede dividir el tiempo y el espacio entre  buenos y malos. Más bien, el pecado y la gracia están mezclados en toda  experiencia humana. Con estos presupuestos, entraba en crisis la interpretación  del Adviento como representación sagrada del tiempo, en la que se ofrecían a  nuestra consideración los siglos anteriores a la venida de Cristo para nuestra  edificación, para que pudiéramos gustar con mayor alegría la salvación que  Cristo nos ha traído. Por eso afirma que «el Adviento no es un mero recuerdo y  una pura representación del pasado, sino que es nuestro presente y nuestra  realidad». A partir de ahí, Ratzinger intenta hacer una nueva reflexión  teológica sobre el Adviento.
  
 Vivimos en un mundo que sigue  dividido y enfrentado. Nosotros mismos hacemos experiencia cotidiana de  debilidad y de sufrimiento. ¿Podemos seguir afirmando que estamos salvados?  Quizás lo más terrible de esta pregunta no consista en que no termine de  funcionar una manera de dividir la historia en antes y después de Cristo , sino  en que se plantea el tema de la funcionalidad del cristianismo. Por un lado,  creemos que la salvación de Dios ya ha llegado a la tierra, que Cristo ya ha  vencido sobre el demonio, sobre el pecado y sobre la muerte. Por otro, tras dos  mil años de cristianismo, vemos que el mundo sigue sumergido en las mismas  violencias e ignorancias que antes. Incluso los bautizados sufrimos las mismas  tentaciones y problemas que los que no lo están. Ratzinger se atreve a afirmar  que estas reflexiones sobre el Adviento nos sitúan ante «la verdad de nuestra  existencia cristiana». 
  
 Hemos de admitir que, en la  historia de la humanidad y en la historia de cada ser humano, siempre es  Adviento. Es decir, Dios no ha dividido la historia en una etapa oscura y otra  luminosa. Sólo existe una historia, caracterizada desde el principio por la  debilidad del hombre, y situada desde el principio bajo la mirada compasiva de  Dios. Él conoce nuestras miserias (personales y colectivas) y siempre está  dispuesto a venir a nuestro encuentro, para salvarnos. Pero entonces, ¿por qué  no lo vemos? La respuesta es similar a la de Merton: por su voluntario  ocultamiento, que se ha manifestado históricamente en la elección de un pueblo  pequeño, en el nacimiento de su Hijo en la pobreza y en su muerte en la cruz,  mientras exclamaba: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46).  
  
 A Dios no podemos acercarnos  con los criterios de este mundo. Él está escondido y hemos de escondernos con  Él. Como Job, que después de enfrentarse a Dios tuvo que admitir que hablaba de  cosas que le superaban (cf. Job 42,3), los creyentes deben asumir que todas sus  palabras sobre Dios son parciales. Lo primero que deben aceptar es que siempre  necesitan de la venida del Señor. Si siguen ansiando su redención y suplicándole  con humildad que venga, están viviendo el Adviento. Si le dejan actuar en sus  vidas, están acogiendo el Adviento. Si lo hacen presente entre los hombres, les  están transmitiendo los contenidos del Adviento. 
  
 El Adviento  hoy. En los momentos actuales, el tiempo de  Adviento comienza con las primeras vísperas del domingo que cae el 30 de  noviembre o es el más próximo a este día, y acaba antes de las primeras vísperas  de Navidad. Su característica principal es la tensión entre la preparación para  la Navidad, en la que se conmemora la primera venida del Hijo de Dios a los  hombres y la expectación de la segunda venida de Cristo al fin de los tiempos.  Consta de dos partes bien diferenciadas. La primera, desde el inicio hasta el 17  de diciembre, tiene una dimensión fundamentalmente escatológica. La segunda, del  17 al 24 del mismo mes, prepara más directamente la Navidad. 
  
 Invitación a la vigilancia  (semana I). Benedicto XVI, en su encíclica sobre  el amor cristiano, afirma con rotundidad: «No se comienza a ser cristiano por  una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento,  con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una  orientación decisiva». No basta con conocer la historia de salvación que Dios  realizó con Israel y llevó a plenitud en Cristo. Se necesita la experiencia del  encuentro. Sólo a partir de este encuentro con el Amor de Dios, que cambia la  existencia, podemos vivir en comunión con Él y entre nosotros, y ofrecer a los  hermanos un testimonio creíble, dando razón de nuestra esperanza (cf. 1Pe 3,15).  Esto es precisamente lo que celebra el Adviento: que Él viene a nosotros y que  podemos encontrarlo. Si el Señor llama a nuestras puertas (cf. Ap 3,20), es  natural que la Iglesia nos invite a velar, para evitar que su llegada pase  desapercibida, tal como recuerda Benedicto XVI: «Son verdaderas las palabras del  Apocalipsis: llamo a tu puerta, escúchame, ábreme. Es, por esto, una invitación  a ser sensibles por esta presencia del Señor que toca a mi puerta». Las lecturas  de estos días insisten: «Velad, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor»  (Mt 24,42).
  
 El juicio del Señor (semana  II). Movido por su amor, Dios envió al mundo a su  propio Hijo, para librarnos del pecado (cf. 1Jn 4,10) y convertirnos en hijos  suyos (cf. Gal 4,4ss). Ante este don, la respuesta lógica debería ser la acogida  agradecida y la obediencia de la fe. Pero no siempre es así. En el pasado,  algunas personas rechazaron a Cristo y en nuestros días el fenómeno ha adquirido  dimensiones extraordinarias. En el contexto del Adviento, resuenan con fuerza  las palabras del Señor: «Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe en la  tierra?» (Lc 18,8).
  
 La alegría cristiana  (semana III). El tercer domingo de Adviento recibe  su nombre de la primera palabra del introito de la Misa, tomado de un texto de  San Pablo: «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. El  Señor está cerca» (Flp 4,4-5). El gozo por la cercanía de Navidad se refleja en  las flores de los templos, en la música y en las vestiduras litúrgicas, que por  un día dejan el morado penitencial, para transformarse en rosa. Parece ser que  el origen se encuentra en la antigua costumbre de entregar ese día la Rosa de  Oro. 
  
 Homero cantó a la Aurora como  «la que nace de la mañana, la de dedos de rosa». Hermosa imagen, muy apropiada  para este día que ya vislumbra la aparición de Cristo, sol que viene a  visitarnos. Algunas poesías aclaman a María como la aurora, que anuncia la  llegada del sol salvador de los hombres, que es Cristo. Como en Navidad ese sol  se manifiesta en un niño recién nacido, el rosa de los ornamentos es el color de  los dedos de la aurora-madre y es también el color de la carne rosada y suave de  su hijo. Esta imagen ha venido muchas veces a mi cabeza,  durante mis años de conventual en el Desierto de las Palmas, al contemplar en el  horizonte, durante la oración de la mañana, las franjas rosadas, que se  extienden como dedos maternos que acariciaran el cabello rubio del sol, que  surge lentamente del mar, como un niño perezoso.
  
 La liturgia invita al gozo por  la venida del Señor, al que llama «alegría y júbilo de cuantos esperan su  llegada» e invita a celebrar «con alegría desbordante» la Navidad, a la que  define como «fiesta de gozo» para todos los creyentes. Haciéndose eco de las  promesas de los profetas (Zac 2,14; Sof 3,14-18; Jl 2,23-27; etc.) y del saludo  del ángel a la Virgen María (Lc 1,28), invita a la alegría a la ciudad de Dios,  que es figura de toda la Iglesia: «Alégrate, Jerusalén, porque viene a ti el  Salvador». Incluso llega a pedir que se alegre toda la naturaleza ante la  llegada del Señor: «Destilen los montes alegría, porque con poder viene el  Señor, luz del mundo».