domingo, 1 de abril de 2012
DOMINGO DE RAMOS
La liturgia
actual tiene dos partes diferenciadas, aunque profundamente relacionadas
entre sí. La primera consiste en la procesión, precedida por la bendición de
los ramos y la proclamación del evangelio de la entrada en Jerusalén. La
segunda es la Eucaristía, en la que se leen uno de los cánticos del siervo de
YHWH (Is 50,4-7), el himno paulino que habla de la
obediencia de Jesús, que «se rebajó hasta someterse a la muerte» (Flp 2,6-11), y la pasión del Señor, en la versión del
evangelista propio de cada ciclo. El color litúrgico es el rojo, como el
Viernes Santo.
La procesión. La
peregrina Egeria narra cómo se celebraba en Jerusalén a finales del s. IV. El
obispo y el pueblo, con ramos de palma y olivo, se dirigían cantando desde el
Monte de los Olivos hasta la Anástasis (la basílica
del Santo Sepulcro). Los niños ocupaban un lugar destacado. Los peregrinos la
llevaron a sus lugares de origen, realizándola de una manera cada vez más
compleja y festiva. En algunos sitios, el obispo iba montado en un burro,
representando a Cristo. En otros se llevaba el libro de los evangelios, la
cruz o el Santísimo Sacramento. Por el camino, se hacían estaciones, con
oraciones, cantos y bendiciones. Al llegar a la muralla, extendían los mantos
ante la cruz y todos se postraban para adorarla. Una vez en el templo, el
obispo golpeaba las puertas con la cruz, mientras decía: «Portones, alzad los
dinteles, que se alcen las antiguas compuertas, que va a entrar el rey de la
gloria» (Sal 24 [23]) y establecía un diálogo con los que estaban dentro.
Cuando se abrían, entraba la procesión. La última reforma litúrgica
simplificó los ritos.
El antiguo Israel
celebraba la entronización de sus reyes, aclamándolos con salmos, saliendo a
su encuentro con ramos en las manos y colocando sus mantos por el camino. En
este sentido, la procesión de Ramos es una procesión en honor de Cristo Rey.
La entrada
triunfal en Jerusalén. Fue la manifestación de Jesús como el Mesías-Rey
prometido por los profetas. Antes había rechazado este título, demasiado
unido a las expectativas políticas de Israel. Cuando las circunstancias
hacían prever el desenlace, lo aceptó, mientras el pueblo aclamaba: «Bendito
el reino que viene, el de nuestro padre David» (Mc
11,10). Para que se comprenda qué tipo de reinado es el suyo, no entra en la
ciudad sobre un carro de combate o un caballo. Tampoco le vitorean soldados
con armas. Por el contrario, entra montado en un asnillo, aclamado por los
niños, que menean ramos de olivo. El asno es el animal que usaba la gente
sencilla en sus trabajos y en sus desplazamientos. San Juan dice que sus
discípulos no entendieron el gesto y que solo más tarde comprendieron que
estaba cumpliendo una profecía (cf. Jn 12,16).
Efectivamente,
Zacarías anunció que un futuro rey de Jerusalén lo terminará siendo de toda
la tierra, con estas palabras: «Se acerca tu rey, justo y victorioso, humilde
y montado en un borriquillo. Destruirá los carros de guerra de Efraín y los
caballos de Jerusalén. Quebrará el arco de guerra y proclamará la paz a las
naciones. Su dominio irá de mar a mar, desde el Éufrates
hasta los confines de la tierra» (Zac 9,9-10). Es decir, será un rey de paz
(destruirá los carros de guerra), universal (gobernará de mar a mar) y pobre
entre los pobres (usa el burro y no el caballo). La entrada de Jesús en
Jerusalén es anuncio de su pasión, de su caminar libremente hacia la cruz.
La «hora» de la
muerte y de la glorificación. La Iglesia, con la mirada puesta en la mañana
de Pascua, aclama a Cristo como su Rey, triunfador del pecado y de la muerte,
aunque es consciente de que su entrada en Jerusalén es, al mismo tiempo, el
inicio de su sufrimiento. De esta manera, la liturgia pone en relación la
Cuaresma y la Pascua al unir las alegres aclamaciones en honor de Cristo Rey y
la proclamación de su pasión.
Al cantar
«Hosanna, bendito el que viene en nombre del Señor», debemos recordar las
oraciones de Adviento, en las que se suplica la «venida» del Señor y las de
Navidad que la celebran como ya acaecida. El Señor que vino en la humildad de
la carne hace dos mil años y que vendrá con gloria al fin de los tiempos,
viene ahora a nuestro encuentro en cada celebración litúrgica. Por eso, en
cada misa, durante el canto del santo, seguimos diciendo: «Bendito el que
viene en nombre del Señor, hosanna en el cielo». El domingo de Ramos, que une
las promesas, el cumplimiento histórico y la esperanza de plenitud, la pasión
y el triunfo, la Cuaresma y la Pascua, enseña que no hay ningún día del año
que sea independiente de los otros. Todas las fiestas están unidas entre sí y
todas celebran a Cristo, que vino, que viene y que vendrá; que asume nuestra
pobreza para darnos su riqueza; que se entrega a la muerte para darnos vida.
Aunque en todas las eucaristías se anuncia la muerte del Señor y se proclama
su resurrección, hasta que Él vuelva (Cf. 1Cor 11,26), en la liturgia de este
día se manifiesta especialmente la profunda unidad del misterio de Cristo.
P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario