viernes, 8 de abril de 2011

DOMINGO V DE QUARESMA

La resurrección de Lázaro

La Cuaresma es un tiempo de preparación para recibir el bautismo en Pascua y para renovarlo, los que ya lo hemos recibido. A los candidatos al bautismo, la liturgia ha presentado a Jesús como aquel que puede saciar su sed (domingo de la samaritana) e iluminar su ceguera (domingo del ciego de nacimiento). Hoy les anuncia que puede darles vida en plenitud. De hecho, los Santos Padres llamaban al bautismo palingénesis (regeneración), haciéndose eco de las palabras de Jesucristo, que invita a nacer de nuevo (cf. Jn 3,3).

El relato (Jn 11,1-45). Cuatro días después de la muerte de Lázaro, Jesús se dirige a Betania. Al llegar, Marta confesó que el cadáver «ya olía» a putrefacción. Se estableció un diálogo, que terminó con la afirmación del maestro: «Yo soy la resurrección y la vida». Más tarde, Jesús dijo con autoridad al difunto: «¡Sal fuera!». El amigo lo hizo, envuelto en las vendas y el sudario. Ante este signo, el último antes del definitivo – que será su propia resurrección – «muchos creyeron en Él». Se produce el mismo proceso que en el relato del ciego de nacimiento: Los que acogen con fe las palabras de Jesús, pueden interpretar correctamente el signo; los que las desprecian, se endurecen en su rechazo. De hecho, sus enemigos, «desde ese día, decidieron darle muerte» (Jn 11,53). Él lo sabe, pero no huye, porque, finalmente, «ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre» (Jn 12,23). La hora de su glorificación coincide con la de su muerte y sepultura. Solo así se realizará el plan divino de la salvación, al que Él se somete. Al resucitar a Lázaro antes de su pasión, Jesús enseña que tiene poder sobre la muerte y anuncia que no le quitan la vida, sino que Él mismo la entrega voluntariamente.

Lázaro, imagen del hombre que muere. En Lázaro se manifiesta el destino último con el que cada hombre tiene que enfrentarse: la propia muerte y la de los seres queridos. En Marta lloran todos los que han sufrido una separación dolorosa, cuando las palabras no sirven para expresar los sentimientos. Quizás se podría haber hecho algo por salvarlos, pero ya no se puede. Solo queda llorar. La salvación de Jesús, para ser completa, tiene que ofrecer respuesta al enigma último de la existencia humana. Jesús anuncia la resurrección. La de Lázaro es solo una promesa. San Juan pone cuidado en indicar que salió del sepulcro, «con las manos y los pies atados por las vendas y la cara envuelta en un sudario». Lázaro ha recuperado la vida que tenía antes de morir, pero conserva la condición mortal. Tendrá que volver a pasar por la muerte. Las vendas y el sudario lo recuerdan. El mismo evangelista hará referencia a que las vendas y el sudario de Jesús quedaron abandonadas (Jn 20,7), ya que su resurrección sí es definitiva. No recupera la vida de antes, sino que le introduce en la vida plena, en la que «ya no habrá muerte, ni llanto, ni dolor» (Ap 31,4).

Pero nuestra esperanza en la vida eterna no es solo para después de la muerte. Jesús quiere hacernos partícipes ya, en esta vida mortal, de la vida eterna. De manera parcial, según nuestras capacidades, pero real. No tenemos que esperar a morir para empezar a gozar del perdón de Dios y de la intimidad con Él. Los que creen no morirán para siempre, ya que – de alguna manera – ya han entrado en la vida.

El llanto de Cristo y el llanto de la Iglesia. Jesús no solo llora por su amigo Lázaro. Los Santos Padres interpretaron que llora por Adán, al ver los resultados del pecado. En la mañana de la creación, Dios le advirtió: «Si te apartas de mí, morirás» (cf. Gn 2,17). Ahora, que su advertencia se ha cumplido, la humanidad huele a putrefacta y yace en el sepulcro, aplastada por una pesada losa que no puede mover, incapacitada para entablar relaciones con el Dios de la vida. Lázaro no es solo el hombre sediento e incapacitado para saciar su sed (como la samaritana) ni el que no puede ver a Dios en su vida (como el ciego de nacimiento). No es solo el leproso que Jesús encontró por los caminos. Es el desposeído de todo, de la vida mortal y de la eterna. Es la descendencia de Adán, atrapada en el reino de la corrupción y sin esperanzas humanas de salvación. Ante las consecuencias del pecado, Jesús llora conmovido.

La Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, también llora por los hombres que yacen en el sepulcro. Muchos no llevan muertos cuatro días, sino meses y años. Y lo peor es que no son conscientes. Como hizo Jesús, grita a los humanos para que abandonen sus pecados, para que salgan de sus sepulcros. A quienes la escuchan, aunque estén atados por las vendas de sus faltas, los desata para que puedan andar, ofreciéndoles el perdón. Entonces desaparece el hedor de la muerte (2Cor 2,16) y pueden expandir por el mundo el buen olor de Cristo (2Cor 2,15).

P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.

2 comentarios:

CMSBADALONA dijo...

El Señor se detiene delante de nuestros sepulcros nos invita a abrirnos al perdón de Cristo y a renovarnos interiormente para liberarnos de todo lo que nos impide ver la luz y desde la puerta grita nuestros nombres. Él es el único que con su Palabra nos salva de la muerte para vivir cada vez de una manera más generosa y auténtica y ser dignos de obtener la vida eterna.
Creer en Él es confiar que no sólo nos puede dar la vida sino que Él es la resurrección y la vida.
CMS BADALONA

CMS Trigueros dijo...

El Señor nos dice hoy: "Yo soy la resurrección y la vida" Sal fuera. Yo he venido para desatarte de tus ataduras de la muerte y del pecado. Sal fuera del sepulcro de la rutina, de la desesperación, de la tristeza, del miedo, de la soledad… Sal fuera. Sin miedos, sé testigo de la vida en medio de tus hermanos. Yo he venido para que tengas vida en abundancia hoy, mañana y siempre. Si todos nosotros saliéramos de nuestras tumbas, de nuestro aislamiento, de nuestra indiferencia y camináramos juntos en el Señor, seríamos una gran luz y una fuente de vida para nuestro barrio. Sal fuera. Vive una vida de resucitado.


Quedé tan cambiado y tan nuevo que su presencia renovó alma y cuerpo. M Rel. – F.V.3 - F.Palau