domingo, 25 de marzo de 2012
La Anunciación del Señor
Este año, la anunciación del Señor se traslada al lunes 26 de marzo, al coincidir el día 25 con el quinto domingo de Cuaresma.
Los judíos celebraban cada Pascua el aniversario de
la creación, de la alianza de Dios con Abrahán, de la salida de Egipto… y
también esperaban en ese día la futura manifestación del mesías. Los
Padres de la Iglesia creían que el día de la muerte de Jesús fue un 25
de marzo. Como coincidió con la Pascua judía, ese día recordaban también
el aniversario de la creación, de las grandes intervenciones de Dios en
la historia de la salvación y de la encarnación del Señor. De esta
manera, ponían en relación la obra creadora de Dios y la redención.
Los primeros
testimonios sobre una fiesta de la anunciación son del año 550, en
Constantinopla. Los obispos de la España visigoda, para que no cayera en
Cuaresma, la fijaron el 18 de diciembre en el concilio X de Toledo (año
656). En el rito Ambrosiano se introdujo el cuarto domingo de Adviento.
El 25 de marzo se instituyó obligatoriamente en Roma a partir del 660.
Desde la
recuperación de la solemnidad de santa María, Madre de Dios (el 1 de
enero), la Anunciación ha perdido algo de su importancia, pero en la
liturgia bizantina conserva su esplendor, ya que es una de las doce
grandes fiestas. Se cantan oraciones de gran riqueza teológica, entre
las que destaca el Akathistos, que recoge poéticamente sus contenidos
dogmáticos. María es aclamada con títulos tomados de la historia de la
salvación: «Salve, por ti resplandece la dicha; / Salve, por ti se
eclipsa la pena. / Salve, levantas a Adán, el caído; / Salve, rescatas
el llanto de Eva […] Salve, Virgen y Esposa» (Oda 1).
Por su parte, la
liturgia latina insiste en la confesión de la fe católica sobre la
encarnación, que se realizó en vistas de la redención y del surgimiento
de la Iglesia. La primera lectura recuerda la promesa de Isaías: «La
virgen está en cinta y da a luz un hijo» (Is 7,14). El evangelio recoge
su cumplimiento en la anunciación (Lc 1,26-38). La segunda lectura (Heb
10,4-10) desvela la actitud del Hijo al entrar en el mundo: «Aquí estoy,
Señor, para hacer tu voluntad» (Cita el salmo 40 [39], que también se
usa como salmo responsorial). Así, se relacionan el sí de Jesús y el sí
de María, como recuerda Benedicto XVI: «El “Aquí estoy” del Hijo y el
“Aquí estoy” de la Madre se reflejan uno en el otro y forman un único
Amén a la voluntad de amor de Dios» (Homilía, 25-03-2006). Por eso, en
este día celebramos, al mismo tiempo, una fiesta cristológica y mariana,
porque celebra un misterio central de Cristo (su encarnación) y la
actitud esencial de María (su fe y su acogida a la Palabra de Dios).
Esta solemnidad
confiesa que Jesús, concebido por obra del Espíritu Santo, no proviene
de la carne, sino de Dios (cf. Jn 1,13). Es decir, no es el fruto de la
unión de un hombre con una mujer, no es el resultado del esfuerzo de los
hombres, sino un regalo de Dios. La Anunciación, además de ofrecer una
reflexión sobre Cristo y María, también invita a pensar en los
fundamentos de la eclesiología. De hecho, la Iglesia «reconoce que ha
tenido su origen en la encarnación de tu Unigénito» (oración sobre las
ofrendas). Tenemos que pensar que la Iglesia es la prolongación de la
salvación de Cristo a lo largo de los siglos, la actualización de la
encarnación en la historia.
El misterio de la
Anunciación ha impregnado durante siglos la vida de los católicos
gracias al rezo del Ángelus, que marcaba la jornada con el sonido de la
campana por la mañana, a mediodía y al atardecer, y suponía el inicio y
el final de las actividades laborales, así como la pausa para la comida.
La Anunciación es uno de los motivos más frecuentes del arte cristiano.
En Oriente es muy común encontrarla en la puerta real del iconostasio.
Igualmente, es muy popular el icono de la Platytera o Virgen del Signo,
que representa a María de pie con los brazos abiertos, y al niño Jesús,
en su seno, dentro de un círculo dorado. María en la Anunciación es
patrona de los tejedores, y se la suele representar junto a una rueca en
los iconos orientales y en las pinturas medievales. A partir del
renacimiento se la pinta normalmente en un reclinatorio con una Biblia
en la mano. Por su parte, el Ángel Gabriel es patrono de los carteros,
pues se le considera el cartero divino. De hecho, en algunas
representaciones se le sitúa junto a María, con una carta en la mano.
P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.
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