Ratzinger manifestó su interés por el tema, publicando varios libros que recogen sus homilías en las fiestas de algunos Santos. También escribió que ellos son «la verdadera apología del cristianismo, la prueba más persuasiva de su verdad» (In cammino verso Gesù Cristo, 32). Después de acceder a la cátedra de Pedro, ha afirmado que su testimonio es la fuerza más convincente del cristianismo: «…más incisiva aún que el arte y la imagen en la comunicación del mensaje evangélico. En definitiva, solo el amor es digno de fe y resulta creíble. La vida de los Santos, de los mártires, muestra una singular belleza que fascina y atrae, porque una vida cristiana vivida en plenitud habla sin palabras» (Discurso al Consejo Pontificio para la Cultura, 13-11-2010). Los ha presentado como una perenne actualización del Evangelio: «Cuando la Iglesia venera a un Santo, anuncia la eficacia del Evangelio y descubre con alegría que la presencia de Cristo en el mundo, creída y adorada en la fe, es capaz de transfigurar la vida del hombre y producir frutos de salvación para toda la humanidad» (Discurso a la Congregación para las causas de los Santos, 19-12-2009); y como los mejores intérpretes de la Biblia: «La interpretación más profunda de la Escritura proviene precisamente de los que se han dejado plasmar por la Palabra de Dios a través de la escucha, la lectura y la meditación asidua […] Cada santo es como un rayo de luz que sale de la Palabra de Dios» (Verbum Domini, 48).
Origen y desarrollo. Normalmente, los libros de liturgia colocan el inicio del culto a los Santos en la veneración antigua hacia los difuntos y, en ambiente cristiano, en la celebración del dies natalis de los mártires (con el sentido de aniversario de su muerte, día de su nacimiento para la vida eterna). Sin embargo, junto con estas realidades, no podemos olvidar que los israelitas, en sus oraciones, hacían memoria de los antepasados justos, a los que consideraban intercesores ante Dios. Lo podemos ver en varios pasajes de la Biblia, como cuando Moisés ora por el pueblo, diciendo: «Acuérdate de Abrahán, Isaac y Jacob, siervos tuyos» (Ex 32,13). También los jóvenes en el horno de fuego, dicen: «No nos retires tu amor, por Abrahán, tu amigo, por Isaac, tu siervo, por Israel, tu consagrado» (Dn 3,34-35). Y el salmista ora: «Por amor a David, tu siervo, no des la espalda a tu ungido» (Sal 132 [131],10). En polémica con los saduceos, que negaban la resurrección, Jesús mismo citó la Escritura, que pone a los patriarcas por intercesores ante el Altísimo, diciendo: «No es Dios de muertos, sino de vivos» (Lc 20,38). Finalmente, el Apocalipsis habla del culto de los redimidos ante el trono de Dios: los veinticuatro ancianos (imagen de los 12 padres de las tribus de Israel y de los 12 apóstoles) tenían en sus manos «copas de oro llenas de perfumes, que son las oraciones de los Santos» (Ap 5,8).
La fe cristiana en la vida eterna ha dejado numerosas inscripciones en las catacumbas. Se consideraba a los mártires válidos intercesores ante Cristo, porque habían participado plenamente de su Pascua. Por este motivo, muchos se querían enterrar cerca de sus tumbas. Sin embargo, desde el principio hay clara conciencia de la diferencia entre el culto ofrecido a Cristo y la veneración que se tiene hacia los mártires, como podemos ver en varios textos patrísticos: «Nosotros adoramos a Cristo porque es el Hijo de Dios; en cuanto a los mártires, los amamos como discípulos e imitadores del Señor» (Martirio de Policarpo 17,3). San Agustín explica que la Iglesia conmemora a los mártires «para animarse a su imitación, participar de sus méritos y ayudarse con sus oraciones, pero nunca dedica altares a los mártires, sino solo en memoria de los mártires […] La ofrenda se ofrece a Dios, que coronó a los mártires» (Oficio de lectura, 11 de diciembre).
Pronto, a la veneración de los mártires se unió la de los confesores, que habían sufrido persecución a causa de la fe, aunque no llegaron a la muerte violenta. Posteriormente, se añadieron las vírgenes, los monjes y los pastores que se distinguieron en vida por su piedad. La devoción a los Santos se desarrolló extraordinariamente en la Edad Media y en el barroco. La última reforma litúrgica ha conservado en el Martirologio el recuerdo de los numerosos Santos que han enriquecido a la Iglesia a lo largo de su historia. Sin embargo, solo propone con carácter universal la celebración de unos pocos representantes de las distintas épocas, lugares geográficos y estados de vida. Los demás han sido reservados para los calendarios particulares de las Iglesias locales y de las familias religiosas.
Teología del culto a los Santos. Benedicto XVI ha recordado en distintas ocasiones la perenne actualidad de los Santos, que son «signo de la novedad radical que el Hijo de Dios, con su encarnación, muerte y resurrección, ha injertado en la naturaleza humana, e insignes testigos de la fe. No son representantes del pasado, sino que constituyen el presente y el futuro de la Iglesia y de la sociedad» (Discurso a la Congregación para las causas de los Santos, 19-12-2009). La Iglesia, al canonizar a algunos de sus miembros después de un complejo proceso de verificación, proclama públicamente que han sido fieles a la gracia de Dios, practicando heroicamente las virtudes. De esta manera, «reconoce el poder del Espíritu de santidad, que está en ella y sostiene la esperanza de los fieles, proponiendo a los Santos como modelos e intercesores» (Catecismo 828). Por eso, la liturgia los llama «los mejores hijos de la Iglesia» (Prefacio del día de Todos los Santos).
Ante todo, los Santos son modelos de vida para los cristianos porque se han identificado con Cristo, cada uno en su propio estado y condición. Nos recuerdan que todos estamos llamados a vivir en plenitud la vocación bautismal, especialmente mediante la práctica de las bienaventuranzas. Ellos testimonian que el mensaje de Cristo es siempre actual.
Los Santos también son válidos intercesores ante Dios. El Vaticano II reafirmó la fe en la comunión de los Santos, indicando que los que ya están definitivamente unidos a Cristo trabajan para que el resto de la Iglesia alcance la meta prometida: «No cesan de interceder por nosotros ante el Padre […] Su fraterna solicitud ayuda mucho a nuestra debilidad» (LG 49).
Por último, los Santos alimentan la fe en la vida eterna y estimulan la esperanza de alcanzarla. Al reflexionar en su destino, se reaviva nuestra esperanza en la vida eterna.
Solemnidad de Todos los Santos. Desde muy antiguo se tienen noticias de una fiesta en honor de todos los mártires en las Iglesias de Oriente, de donde pasó a Roma. Por influencia de la fiesta, ya arraigada, el Panteón de Roma se trasformó en templo cristiano, en el año 609, cuando el Papa Bonifacio IV lo dedicó a la Virgen María y a todos los mártires. La fiesta en honor de todos los mártires se convirtió pronto en una fiesta en honor de todos los Santos, «una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas» (Ap 7,9). En tiempos del Papa Gregorio IV (827-844) se fijó su celebración el 1 de noviembre. Así se conmemoraba en una celebración común no solo a aquéllos cuyos nombres venían recogidos en los catálogos o «martirologios», sino también a los que ya han alcanzado la plenitud de la vida, aunque permanezcan desconocidos para la mayoría.
Conmemoración de todos los difuntos. Se celebra al día siguiente , el 2 de noviembre. La cercanía de estas dos celebraciones nos ayuda a comprender el significado de la «comunión de los Santos», ya que el Cuerpo místico de Cristo está compuesto por la Iglesia peregrinante (los que caminamos en la fe), la purgante (los que, ya difuntos, se purifican de sus faltas antes de poder vivir en plenitud la vida de la gloria) y la triunfante (los que ya han alcanzado la vida eterna en el cielo). Los vivos, en comunión con los Santos, intercedemos a Dios por los fieles difuntos. Para celebrar bien esta conmemoración es bueno escuchar lo que dice el Papa: «Cuando visitamos los cementerios, debemos recordar que allí, en las tumbas, descansan solo los restos mortales de nuestros seres queridos, en espera de la resurrección final. Sus almas –como dice la Escritura– ya “están en las manos de Dios” (Sab 3,1). Por lo tanto, el modo más propio y eficaz de honrarlos es rezar por ellos, ofreciendo actos de fe, de esperanza y de caridad» (Ángelus, 01-11-2009).
P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.
1 comentario:
Me gustó mucho y ha sido muy interesante para nuestro grupo.
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