El Desierto es, ante todo, lugar de silencio y soledad, que sitúa al hombre ante las preguntas últimas, ya que le permite alejarse de las ocupaciones cotidianas para encontrarse con Dios. Por eso Oseas lo presenta como un espacio donde surge el amor: «La llevaré al desierto y le hablaré al corazón» (Os 2,16). Para Israel es un lugar rico de evocaciones, que hace presente toda su historia: Abrahán y los patriarcas fueron pastores trashumantes por el desierto. Moisés se preparó en el desierto para su misión y regresó para realizarla. Allí se manifestó el poder y la misericordia de Dios, así como la tentación y el pecado del pueblo. No podemos olvidar las connotaciones que el desierto ha adquirido en nuestra cultura como imagen del sufrimiento físico y moral, de la pobreza y el abandono. Jesús ha descendido a esas realidades, para rescatarnos. Él se ha dirigido al desierto para unirse a todos los que sufren, llevando a cumplimiento las promesas de Dios a Israel.
Las tentaciones. En el bautismo, la voz del Padre identifica a Cristo con el siervo de YHWH, que carga sobre sus espaldas con el pecado del mundo. El mismo Espíritu que lo consagra, lo empuja al desierto «para ser tentado por el diablo» (Mt 4,1). Esto quiere decir que estamos ante un acontecimiento que tiene que ver con su misión; es decir, con nuestra salvación. Satanás le propuso utilizar su poder en provecho propio y seguir el camino del triunfo. Todo lo contrario de lo que Dios espera de su siervo. Es la misma tentación que se presentó en otros momentos de su vida (cf. Lc 4,13), principalmente en la Cruz (cf. Mt 27,40-43). Jesús superó las tentaciones sometiéndose a los planes de Dios: «Aprendió sufriendo a obedecer» (Heb 5,7-8). Cuando dice que «no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4), está afirmando la absoluta prioridad de la voluntad de Dios sobre sus propias necesidades o proyectos. Él se abandonó en las manos del Padre, a pesar de que el siervo sufriente parecía condenado al fracaso. Así «nos dejó un ejemplo, para que sigamos sus huellas» (1Pe 2,21).
Cristo venció sometiéndose al Padre. Y su victoria es ya nuestra victoria. Por eso, la liturgia confiesa que Jesús fue tentado «por nosotros», en favor nuestro. San Pablo lo explica con el paralelismo entre el primer y el definitivo Adán: Si la culpa del primero afectó a todos sus descendientes, ¡cuánto más la victoria del segundo! (cf. Rom 5,17). Adán, por su desobediencia, fue expulsado del Paraíso al desierto. Jesucristo, con su obediencia, nos abre el camino del desierto al Paraíso.
En esta Cuaresma, todos estamos llamados a ir al desierto, para unirnos a Cristo y vencer, con su ayuda, todas las tentaciones y contradicciones de la vida. Con Él sí que podemos.
2 comentarios:
En los momentos en que experimentamos el "desierto" de Dios, como el abandono de su mano, se pone a prueba lo verdadero de la amistad, y queda "saber esperar en desnudez y vacío, que no tardará su bien" Nuestra oración pasa también por el sentimiento de la ausencia y por la ausencia de sentimiento, que, cuando se acepta, es signo de madurez.
CMS Trigueros
GRACIAS, P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d. por tus bellas y profundas reflexiones que nos hace tanto bien. El Señor te bendiga.
¡Cuán bien cuidado está el que se fía de Dios!
F. Palau 56.CARTA
CARMELO MISIONERO SEGLAR.
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